Yo no comencé en esto por vocación. De hecho, no quería ser traductora. No es que tuviese nada en contra de la profesión sino que no sabía nada sobre ella. Durante el último año de instituto antes de entrar en la universidad y ante la decisión de tener que decidir un rumbo profesional, solo sabía que quería hacer algo relacionado con los idiomas, pero fuera del ámbito de la docencia, esta actividad no era para mí. Al descartar todas las filologías, no me quedaba mucho margen de elección, pero tuve la suerte de que mi profesor de inglés me habló de una carrera nueva que había comenzado en Vigo ese mismo año en la que se exigía pasar un examen de acceso, aparte de una buena nota de selectividad, ya que las plazas eran limitadas.
No tenía muchas opciones, así que me encomendé al destino pensando que si superaba las pruebas sería porque ese era mi camino. Y así fue. Yo no era la que más inglés sabía de aquel aula en la que me examiné allá por el mes de septiembre de 1993, tampoco la que más sabía de español ni de gallego (lenguas en las que hice el examen), pero sí supe reflejar inconscientemente algunas de las cualidades que debe tener una buena traductora o intérprete. De esto me daría cuenta años más tarde.
Presenté mi proyecto de fin de carrera en un pequeño despacho de la Facultad en marzo de 1998, con bastantes nervios. Sin embargo, una vez superada la prueba y recibida la nota, sentí una sensación de peso todavía mayor sobre los hombros nada más salir por la puerta.
Pese a estar feliz por todo el esfuerzo y los buenos resultados, también me sentí asustada, desorientada y bastante confusa. ¿Ahora qué? Como muchos otros, volví a mi casa. Trabajé en lo que pude —mucha clase particular y poca traducción— para ahorrar e irme al extranjero.
Tras un período de trabajo y estudio en Reino Unido, volví a la terriña con más ahorros, pero con casi la misma sensación de desorientación. ¿Por dónde se empieza para poder vivir de la traducción? ¿Trabajando para alguien? Repartí currículums por toda la comarca, traductores de las Páginas Amarillas (Internet todavía era algo minoritario), empresas exportadoras, conocidos de conocidos,…
Al final llegó un trabajo administrativo en una empresa exportadora y a ellos les debo haberme decidido a profundizar en el estudio de cuestiones empresariales, económicas y financieras. Mientras trabajaba allí, empezaron a llegar los primeros trabajos de traducción a través del listado de traductores jurados y de otros compañeros. La cosa fue a más y, después de algo más de un año combinando mi puesto en plantilla con encargos de traducción, en el año 2000 decidí dedicarme de lleno a ser traductora autónoma. Por aquel entonces, las jornadas de trabajo eran largas, sin horarios y con tarifas precarias, pero fui aprendiendo sobre el sector y sus aspectos más empresariales.
No dejé de estudiar en ningún momento: cursos de actualización sobre traducción, sobre herramientas informáticas, curso para mujeres empresarias, inglés empresarial, etc. A esto hay que sumarle una asesora fiscal, un buen ordenador, un fax y una lentísima conexión a internet que fueron mi agua, mi bastón y mi mochila durante este primer tramo del camino.
Otra constante en esa época fue una estrecha colaboración con compañeros. Siempre he tenido al otro lado del teléfono alguien a quien preguntar o con quien comentar inquietudes, dudas (que entonces eran muchas y, generalmente, compartidas). Este es uno de los aspectos más reconfortantes del trabajo, el camino en compañía siempre resulta menos penoso.
En las primeras etapas tenía pocos clientes (tres o cuatro) que me enviaban grandes volúmenes, pero pagaban tarifas bajas. No había descanso muchos fines de semana, festivos o noches, pero yo trabajaba con la satisfacción de poder estar haciendo lo que me gustaba y con el convencimiento de que la profesión era así y punto.
En mi vida, los grandes cambios profesionales han coincidido con el traslado a un nuevo lugar de residencia. El cambio de aires y la reorganización personal deben fomentar el análisis de la situación laboral y la manera en la que se desea vivir. Sea como fuere, en 2005, harta de jornadas interminables, una vida dedicada casi exclusivamente al trabajo y condiciones bastante abusivas, me entregué en cuerpo y alma a reorganizar mi cartera de clientes, subir tarifas y racionalizar horarios.
Dediqué mucho tiempo a estudiar el mercado y la competencia, preparé la documentación adecuada (CV, certificados, cartas de referencia) y me presenté a posibles clientes, haciendo una labor de seguimiento constante que dio grandes frutos. Todavía hoy conservo clientes muy buenos que conseguí en esa época. El salto cualitativo para el negocio y para mi vida personal fue enorme, pero sobre todo me di cuenta de que el trabajo de traductor autónomo no tenía que consistir en jornadas interminables, ingentes volúmenes de palabras y sueldos bajos. Además, me percaté de que conseguir unas condiciones que me permitiesen disfrutar mucho más del trabajo y ofrecer mejor calidad estaba en mi mano.
En esta época, en la que me seguí formando, no dejé de enviar currículums ni una semana (más de 300 en un año). Empecé a llevar un minucioso seguimiento económico de cada trabajo para aceptar los más rentables y rechazar los que no compensaban y, en 2007, conseguí una de las mejores facturaciones de mi carrera.
Entre 2008 y 2012 se sucedieron en mi vida una serie de acontecimientos personales que limitaron mi disponibilidad. En 2008 y 2010 estuve varios meses de baja por maternidad y en 2011, decidí tomarme un período sabático durante el último trimestre del año ante la imposibilidad de atender correctamente a mis clientes. Tal vez por mis circunstancias personales, recuerdo que en esa época determinadas prácticas o situaciones cotidianas —que deberíamos saber gestionar, como trabajos urgentes, clientes que intentaban negociar las tarifas a la baja, proyectos que se complican demasiado— me frustraban y enfadaban desmesuradamente. Sentía una gran presión por tener que demostrar que podía con todo y, lo que es peor, en ocasiones lo transmitía a los clientes o lo pagaba con quien no correspondía. Ante esta situación, decidí interrumpir la actividad durante unos meses para que ni mi carrera ni mi vida personal se viesen perjudicadas.
Pese a que es habitual que los autónomos tengamos cierto temor a no estar disponibles, la realidad es que los clientes respondieron muy bien y al regresar de este período de inactividad, también volvió el trabajo. Por supuesto, les avisé con la debida antelación y les mantuve informados de mi regreso. Algunos de ellos me elogiaron por haber tenido la valentía de retirarme antes que poner en peligro la calidad del servicio, otros incluso confesaron haberme echado de menos. Creo que ser honestos y pensar en lo que es mejor para todos también es un modo de demostrar profesionalidad.
Lo aprendido durante esa etapa fue que los clientes satisfechos vuelven, que no hay que tener miedo a irse; que es mejor hacerlo y volver con energía que arriesgarse a ofrecer un servicio mediocre/un mal servicio; y que la vida personal influye y mucho en nuestro trabajo, por lo que a veces debemos parar y reorganizarnos para conciliar debidamente.
Las constantes de ese período de inactividad fueron una firme convicción de regresar al trabajo para dar lo mejor de mí y el aprovechamiento de mis «ratos libres» para seguir estudiando el mercado, buscar oportunidades, mejorar mi imagen y presentarme a nuevos clientes.
Soy muy partidaria de echar la vista atrás para estudiar la trayectoria y replantearse el futuro. Durante esta etapa comencé a elaborar una planificación anual con objetivos concretos para cada año. Mi meta era poder dedicarme (prácticamente) en exclusiva a lo que más me gustaba: el ámbito empresarial, legal, financiero e institucional. Y así, en 2012, comencé a dejar de lado los trabajos que me llegaban de otras especialidades; en la medida de lo posible, los derivaba a compañeros o, si no había otra opción, los rechazaba explicándole al cliente mis motivos. Esto supuso una nueva transición en mi carrera y, aunque al principio el volumen de trabajo disminuyó, con el tiempo mi productividad aumentó considerablemente, al igual que mi nivel de satisfacción profesional.
Dejé de trabajar con clientes en los que mi perfil no encajaba y les sugerí compañeros de confianza que sí podrían atenderlos. Aprendí a dirigirme a los clientes que podían enviarme el trabajo que yo buscaba, adapté mi imagen profesional (nueva página web, logotipo, etc.) a mi cliente objetivo y comuniqué mejor mi labor y mi especialización en los actos a los que acudía. Todo ello me reportó unos estupendos resultados: 2017 fue otro de mis mejores años por volumen de facturación.
Centrarme en mis especialidades me exigió ampliar la colaboración con otros compañeros por varios motivos:
Y así integré en mi rutina una colaboración especial con mis compañeras más próximas. A lo largo de estos años, esta forma de trabajar me ha permitido cumplir los objetivos económicos fijados, mejorar la conciliación entre la vida laboral y personal, racionalizar mis procesos de trabajo, incrementar la productividad, aumentar la calidad de los servicios prestados y, en suma, estar realmente satisfecha con la profesión.
En la actualidad, me siento enormemente afortunada de trabajar en lo que me gusta, con profesionales que se preocupan y saben trabajar en equipo, en quienes confío y que también confían en mí. A nivel humano, mi grado de satisfacción es muy elevado porque los clientes corroboran la calidad de mis servicios, los compañeros recurren a mí cuando necesitan algo y también responden cuando yo les pido ayuda. Estas experiencias me permiten aprender cada día y, sobre todo, disfrutar con el trabajo.
Estos 20 años de carrera me dejan una sensación de responsabilidad con los futuros profesionales del sector. Creo que debemos realizar una labor de formación y comunicación con los estudiantes de Traducción e Interpretación y con los compañeros que empiezan para alentarles a recorrer este camino y orientarles hasta que encuentren su propio rumbo en una profesión en la que es posible vivir sin agobios, cobrar un buen sueldo y alcanzar un equilibrio entre vida personal y trabajo.